martes, 25 de noviembre de 2008

Haikú número 1


mar de verano

bajo el sol anclado

duerme tu mirada


Foto intervenida y texto: Haldar F. Savery



domingo, 16 de noviembre de 2008

Eloisa (parte 2)




Afortunadamente el montón de ropa sucia y sábanas por lavar amortiguaron la caída, pero eso no impidió que su vestido francés, el cual su madre acababa de comprar el día anterior en la tienda de importaciones finas de Don Genaro, se rasgara y que el lazo de tafetán negro quedara guindado en una de las cañas. Por más que saltó y saltó no pudo alcanzarlo. Debía volver a la casa antes de que su madre notara su ausencia.  Así que desistió de su intento por recuperar la cinta y corrió entre los pozos de agua sucia, entre las gallinas, entre las hojas secas, por el pasillo y por el segundo patio hasta llegar a la cocina. Entró corriendo y abrazó a Josefa. Inmediatamente el llanto y las lágrimas escaparon como una tormenta repentina de verano. Lloraba por miedo a que su madre la hubiese visto en el tejado, por miedo al regaño al haber dañado el vestido y por rabia, al no poder entender porque el padre Manolo besaba a su madre.

 -¡Niña! ¡Niña!, ¿qué le pasó?, mire su vestido, esta todo sucio y roto. ¿Qué le pasó? Seguro fue el mono ese de la señora Tomasa, esa manía de esta’ teniendo animales salvajes en las casas- decía Josefa tratando de entender que había pasado.

-No, no fue Panchito-sollozaba Eloisa.

-A ver, a ver, ¿qué es todo este ruido?-pregunto Teresita quien venía del cuarto de la alacena con unos frascos de membrillos en almíbar, los cuales había preparado la noche anterior. Eloisa corrió hasta ella y la abrazó.

-Puej, que voy a sabe’ yo. A la niña que no se que bicho la picó. Esta hecha un manojo de llanto. ¡Pa’ mi que fue el animalejo ese!

-Venga mi niña, siéntese acá y beba un poco de esta agüita de tilo para que se calme y pueda contarme qué le pasó. Josefa, este pendiente si la señora viene.

-‘ta bien, ‘ta bien.

-Bueno, a ver, cuéntele a Teresita que fue lo que pasó. ¿Fue el mono de Doña Tomasa? Ese animal siempre busca la manera de como escaparse y luego andar fastidiando a los vecinos.

-No Teresita, no fue Panchito. Es que…, bueno…, es que me subí al muro para ver los pavos reales que el señor Joaquín le regaló a su esposa y cuando…, cuando me iba a bajar me resbalé y el techo de la enramada se rompió y me caí- sollozaba de nuevo. –Y ahora mami me va a regañar por dañar el vestido.

-¡Por las lágrimas benditas de Santa Berenice!, niña, se pudo haber matao. Ya con una muerta en la casa esta bien, como pa’ tene’ otra.

-Josefa, deje de decir tonterías y lleve a Eloisa a su cuarto. Ayúdela a quitarse esa ropa y me la trae sin que nadie se de cuenta. La limpia y la acuesta. Yo mientras voy preparándole un tesito de manzanilla, para que se quede dormida.

-Si seño. Vamos mi niña, andansito- dijo Josefa mientras caminaba abrazada a Eloisa, como una madre que acurruca a un hijo.

-Eloisa, no se preocupe. Si su madre pregunta, usted se fue a dormir porque se sentía mal con todo esto del velorio. Y usted Josefa, a callar. Si abre la boca le quemo la lengua con un tizón del fogón- y empezó a colocar las flores de manzanilla en el agua hirviendo, junto con unas de tilo, pasiflora y valeriana. Teresita cultivaba varias hierbas medicinales y otras para uso en la cocina en un pequeño huerto en el corral. Junto con las manzanillas, tilos, malojillos, cola de caballo crecían las cebollas, cebollines, albahaca, romero, por mencionar algunos.

Mientras, en el corredor las personas ya se estaban preparando para irse al cementerio. Los encargados de la casa funeraria ya habían llegado y colocado el cuerpo de Doña Clotilde en el ataúd y hacían lo imposible por cargarlo. Parecía que este pesaba toneladas y fue necesaria la fuerza de diez hombres para poder levantar el ataúd y llevarlo al carro fúnebre. “¡Dios Santísimo!, parece que la difunta no quiere irse”, comentó una de las mujeres mientras se persignaba. En ese momento un viento helado recorrió toda la casa, entrando por el portón y saliendo por el corral. Todos los invitados murmuraron algo, unos se persignaron, otros miraron al cielo. En la cocina, Teresita rezó silenciosamente un Padre Nuestro. Hortensia aprovecho el momento y fue a la cocina.

-¡Eloisa!¡Eloisa!, ya me voy al cementerio.

-Señora, la niña se fue a la cama porque no se sentía bien. Creo que todo esto del velorio la indispuso. Le estoy preparando un tesito para que se tranquilice- comentó Teresita.

-Voy a verla, sírvamelo que yo se lo llevo. ¿Dónde esta Josefa?

En ese momento venía entrando Josefa con el vestido en la mano. Cuando vio a Hortensia parada de espalda a la puerta se quedó paralizada. Debía pensar rápidamente que hacer con el vestido antes de que la señora se diera la vuelta. Entonces, con un movimiento de agilidad, arrojó el vestido debajo de la mesa del comedor.

-Allí esta. Pero, ¿qué le pasa? Está pálida muchacha, ni que hubiese visto un fantasma o ¿acaso también esta enferma por lo del velorio?

-No mi señora, pa’ na’, es solo cansancio y ese frío que empezó a hace’ de repente.

-Bueno, bueno. Ya me tengo ir. Paso al cuarto de Eloisa y después me voy al cementerio. Josefa, llévele el té después que yo salga y cerciórese que se arrope, no vaya a agarrar un resfriado con este bajón de temperatura.

-Si señora.

-Teresita, no le ponga la tranca al portón. Solo échele llave al anteportón, yo me llevo las llaves. No se a que hora iré a regresar, tal vez sea tarde, así que no me esperen despiertas. Cuando lleguemos al cementerio le digo a Pedro que se regrese para que no estén solas. Ya el padre manolo se ofreció a traerme de vuelta  a la casa. Josefa, búsqueme el abrigo en mi habitación y me espera en la puerta. Si quieren, váyanse a descansar y mañana recogen las tazas y los pocillos.

-Como usted diga señora Hortensia- dijo Teresita.

Hortensia echó una última mirada a toda la cocina y a las dos mujeres que estaban allí paradas frente a ella y salió con pasos firmes en dirección al cuarto de Eloisa. Abrió cuidadosamente la puerta y se acercó hasta la cama. Eloisa estaba arropada hasta el cuello. Silenciosamente rezaba por que su madre no se diera cuenta que el vestido no estaba sobre el perchero.

-Bueno cariño, ya tengo que irme a llevar a tu abuela al cementerio. Teresita me dijo que no te sentías bien- dijo mientras se sentaba al borde de la cama y pasaba su mano por el cabello de Eloisa.

-No mami.

-Tranquila. Todo va a estar bien, en un ratino Josefa te trae un tecito para que duermas. Duérmete y ya hablamos mañana. Descansa- besó a Eloisa en la frente y se marchó.

Josefa le llevó la infusión a Eloisa y la dejó en la mesita de noche al lado de la cama. Teresita cerró el portón pero sin colocar la tranca y cerró con llaves el anteportón. Josefa recogió las tazas y los pocillos, no quería dejarlos regados por allí hasta el día siguiente. “Ya los fregaré mañana”, pensó. Y así, poco a poco, la noche y el silencio fueron cayendo como una manta de seda sobre la casa. El frío no se fue. En su cuarto, Eloisa no podía dormir a pesar de haberse tomado el “bebedizo” que Teresita le había preparado. El silencio era interrumpido solamente por el tic-tac del despertador en la mesita de noche. Pero repentinamente hasta el sonido del reloj se detuvo. Ahora todo era un silencio tan profundo que hasta podías sentir un pitido dentro de los oídos.

Eloisa estaba arropada hasta la cabeza pero con los ojos bien abiertos. Trataba de escuchar algo que le indicara que no estaba sola en toda la casa. Y era tanto su deseo por escuchar algo que comenzó a oír una música. Era un bolero. “¿Quien habrá encendido la radio?”, se dijo. Se levantó de la cama, envuelta en la cobija, y caminó hacia la puerta. Pegó su oreja a la puerta para escuchar mejor. Si había música afuera. Entreabrió cautelosamente la puerta y se asomó. No había ninguna luz encendida y todo estaba iluminado solo por la blancuzca luz de la luna llena, la cual estaba guindada como una gran lámpara encima del patio interior. Salió del cuarto y fue al corredor. No había nadie, solo sombras y la música. Fue entonces al salón y toco la puerta antes de entrar, esperando que alguien le respondiera. Parecía que la música provenía de allí. Entreabrió la puerta y dijo: “¿Mami?”.  No hubo respuesta. Terminó de abrir y entró. Vacío totalmente. Encendió la luz, dejó la cobija sobre el sofá de terciopelo vino tinto y caminó hasta el radio. Estaba apagado. Pero seguía escuchando la música. Salió del salón. El sonido provenía de la habitación donde habían velado a su abuela. Anteriormente ese cuarto fue el estudio de su padre y había permanecido así, incluso después de la muerte de este, hasta la llegada de su abuela enferma, cuando entonces todos los muebles fueron llevados al cuarto de los trastes al fondo de la casa. Recordó muy bien que allí hubo un gran escritorio de caoba con patas talladas en forma de garras de león. Sobre este, un gran vidrio lo cubría en su totalidad. Debajo del vidrio un fieltro color verde y entre ambos, como atrapadas en una pecera, fotografías de ella y de sus hermanos. Un gran portarretratos con una foto de la boda de él y su madre, una maquina de escribir “Underwood”, libros, papeles y estilográficas. También un enorme librero que llegaba al techo con cientos de libros escritos en español, francés, italiano y alemán, los idiomas que su padre mejor dominaba. Un radiopicó RCA estaba en un rincón con una colección de discos. Lo único que permanecía allí era el enorme y pesado armario, ahora vacío, pero que en época de su padre, estuvo lleno de recuerdos de sus viajes. Podían encontrarse mapas de infinidad de países, muchos de los cuales ella jamás había oído nombrar, libros extraños con ilustraciones de enormes monstruos marinos que se tragaban barcos enteros de un solo bocado, frascos con especimenes que no se conocían por estas tierras, lanzas de bravíos guerreros de lugares desérticos, infinidad de insectos en hermosas y labradas cajas de madera, una cabeza reducida de un hombre santo y cientos de objetos mas. Ese había sido el armario de muchas historias imaginadas por ella o contadas por su padre. Pero ahora ya no había nada.

Eloisa se detuvo frente a la puerta y vio como la luz que salía por debajo de esta iluminaba sus pies descalzos. Dentro se escuchaba: “Sufro la inmensa pena de tu extravío / siento el dolor profundo de tu partida / y lloro sin que sepas que el llanto mío / tiene lágrimas negras, / tiene lágrimas negras, / como mi vida”. Era un bolero que alguna vez ella escuchó cantar por su padre cuando  vivía. Colocó la mano en el picaporte, respiró profundo y de un golpe abrió la puerta.

domingo, 9 de noviembre de 2008

Eloisa (parte 1)


Caracas, 1931

El día que murió su abuela paterna, Doña Clotilde de la Caridad Urquijo Aristiguieta del Castillo, llovía a cántaros. El cielo era de un gris violeta que nunca nadie había visto antes. Eran las 2:40 de la tarde del 15 de junio de 1932. Su cuerpo estaba todo vestido de negro: larga falda de plises hasta los tobillos, blusa mangas largas con brocados y botones de nácar y una mantilla sobre su cabeza. Todo aquel conjunto negro contrastaba con el blanco de las sábanas de hilo, las que había guardado toda su vida para este momento tan especial, el blanco de su cabello y el blanco del rosario de marfil en sus manos. La habitación estaba llena de gente, todos vestidos de negro, la mayoría mujeres. Entraban y salían del cuarto. Junto a la cabecera una murmuraba un rezo mientras un rosario verde se deslizaba entre sus dedos, otras hablaban en voz baja, otras gemían silenciosamente. En el rincón, entre la pared y el armario, Eloisa escuchaba todo el teatro fúnebre, y de vez en cuando levantaba la vista para ver como iba todo. Se entretenía dejando las huellas de sus dedos en el brillo de los zapatos de charol, brillantes como cristales. Vestía con una falda negra de plises que le llegaba a media pierna y una blusa de algodón negro y cuello blanco con bordados. Un gran lazo de tafetán negro sostenía su cabello oro tostado. No estaba triste, pues nunca había conocido bien a su abuela. Había llegado a su casa desde el interior del país hacia tres semanas. Estaba muy enferma y había venido a la capital a que la examinaran los mejores médicos del país. La muerte la sorprendió de golpe, sin darle tiempo a que llegara una cura para su mal proveniente del exterior. Era la primera vez que veía un muerto. Le parecía que estaba dormida y que de seguro en algún momento se levantaría, o se había quedado así, quietecita, como las mariposas que había visto en el corral, que se quedan en suspenso en su paso de gusanos a mariposas. Tal vez estaba esperando la cura y cuando esta llegara, se levantaría y podría jugar con ella. Nunca había tenido una abuela, y cuando aparece una, ya viene medio muerta. Unas voces fuera del cuarto la sacaron de sus pensamientos. Se levantó y se asomó a la puerta.

 

-Señora Hortensia, señora Hortensia, ya llegó el padre Manolo- gritaba Josefa, la muchacha que ayudaba a su mamá en los quehaceres de la casa.

-Shhhhh, muchacha, respeta el descanso de los muertos. Ande, vaya a la cocina y le trae café caliente al padre, debe venir mojado y muerto de frío. Mira que morirse con este invierno.

 

Eloisa salió del cuarto y se quedó detrás de una de las columnas del corredor del patio. Desde allí vio al padre Manolo cruzar el anteportón. Era un hombre alto, delgado, de unos cincuenta años, bien parecido y con algunas canas en sus sienes. Venia con su sotana negra de infinitos botones, un paraguas, un rosario y una biblia en la mano. Su madre se acercó para recibirlo. El padre murmuró algo en su oído y ella sonrío disimuladamente. Su madre había enviudado hacia dos años, cuando Eloisa apenas tenia ocho años. Su “papi” y su hermano mayor, Ernesto,  habían sido detenidos por “La Sagrada”, la policía del General Juan Vicente Gómez. Ambos pertenecían a los nuevos movimientos democráticos que se venían formando cada día más en el país, como protesta a las medidas terroristas del dictador Gómez. Su padre había muerto en la cruel cárcel, “La Rotunda”. Algunos de sus compañeros contaban que había sido torturado cruelmente y que a la final murió al ingerir alimentos con vidrio molido. Ernesto corrió con la suerte de quedar libre gracias a las innumerables cartas que tanto su madre como su abuelo, habían estado enviando al mismo Gómez. Al parecer, que al ser su familia una de las mejores y mas pudientes del valle caraqueño, el mismísimo General había dado la orden de que lo liberaran, con la intención de que abandonara el país. De esta manera, Ernesto tuvo que emigrar a Nueva York. Desde entonces solo se habían recibido dos postales en las que decía que estaba bien. Así, que en la casa ahora solo estaban ella, su madre, sus hermanos, los gemelos Mario y Alfonso de quince años quienes estaban internos en el Colegio San Ignacio de los Jesuitas y volvían a casa los fines de semana, Josefa, la muchacha que ayudaba a su madre y a la vez era su aya, la Señora Teresita, una mujer callada que se encargaba de la cocina, el Señor Pedro, el chofer y a veces su abuelo Arcadio, que venia a visitarlos dos veces por semana desde su hacienda a las afueras de Caracas.

 

-Josefa, déle el café al padre, ¿qué espera?

-Si señora, claro señora.

-Y llévese a la niña a la cocina.

-Si señora.

 

Josefa se colocó la bandeja debajo del brazo y con paso veloz agarró a Eloisa de la mano y prácticamente la arrastró con ella. En la carrera  a la cocina pudo echar una última mirada a lo que acontecía en el corredor. Todos entraban como espectros negros al “para qué”, la salita que se había arreglado para colocar a Doña Clotilde. Los últimos en entrar fueron su madre, seguida muy de cerca por el padre Manolo, quien dejaba rozar su mano izquierda en los glúteos de esta. Antes de cerrar la puerta, el padre le sonrío a Eloisa.

 

-Vamos niña, siéntese allí, junto al fogón.

-Hace mucho calor allí, prefiero sentarme cerca del refrigerador.

-¡Esa “frijider” no me gusta nada! Me contó Salustiana, la muchacha que trabaja donde la señora Francisca, que el otro día un aparato de esos explotó y casi la mata. ¡Y eso que estaba disque nuevo!

-Hay Josefa, como te gusta creer en cuentos. Eso no pasa, el refrigerador es el mejor invento. Lo leí en una noticia del periódico. Además, ya ves que no tienes que ir a hacer las compras todos los días.

-Eso es verdad mi niña. Ahora la carne dura más tiempo. ¡Hasta cinco días! Usted tiene razón. Es que estoy nerviosa con eso de la muerta allí en la sala.

-A mi tampoco me gusta- respondió con voz profunda y se quedó pensativa, con la mirada en las llamas que se escapaban del fogón.

 

Al fondo, cerca de una ventana, la Señora Teresita desplumaba una gallina para preparar un sancocho para los invitados del funeral. Estaba como indiferente a la conversación de las muchachas, abstraída en su labor. Era una mujer de unos sesenta y ocho años, gorda, un poco rechoncha, cara redonda y blanca como la luna, de cabello corto canoso, manos gruesas y ásperas y ojos grises. Había estado trabajando para su familia desde que tenía quince años. Su abuela Marta, la difunta esposa de su abuelo Arcadio, se la había traído de los andes en un viaje que hicieron por allá en 1879 para su luna de miel. Teresita era una mujer muy reservada; muy poco se sabia sobre su vida, solo que se la había pasado trabajando para la familia Olmos Urdaneta. Nunca se casó o tuvo un noviazgo. Era excelente cocinera. Sus panes, dulces y tortas eran los mejores. Siempre había algún postre o dulce en casa.

 

El sancocho hervía sobre le fogón, mientras Josefa iba y venia con tazas de café y galletitas inglesas de mantequilla. Josefa había llegado a la casa hacía tres años, cuando el señor Ramiro y el señorito Ernesto fueron apresados por la policía. Don Arcadio se la había enviado a su hija para que la ayudara con los niños. Josefa tenía dieciséis años, era delgada, morena, de grandes y brillantes ojos verde oscuro y cabello crespo lleno de pequeños moños a los que ataba cintas de colores. Prefería andar descalza, pues decía que los zapatos la torturaban. Al principio fue una guerra campal entre ella y la señora Hortensia, pues a esta última le parecía un descaro que atendiera a los invitados estando descalza. Finalmente llegaron al acuerdo de que podía estar descalza en casa pero que cuando fuera a hacer los mandados o a misa debía por lo menos ponerse unas alpargatas. No sabia leer ni escribir, pero últimamente Eloisa se había encargado de irla enseñando, pero era una tarea ardua. Como la misma Josefa decía: “Hay mi niña, ¿pa’ que necesito yo eso? Pa’ eso Diosito me dio una cabeza, pa’ recorda’ to’”. Al menos ya había logrado que aprendiera a escribir su nombre y a medio leer los papelitos con el mandado que le daba su mamá.

 

Entre los hervores y los cafés que iban y venían, Eloisa se había salido de la cocina y caminaba a lo largo de la celosía, viendo como la formas iban distorsionándose y cambiando de color a través de los cristales. Era divertido ver a Josefa cambiar de formas, unas veces gorda otras alta, otras deforme, en su ir y venir de la cocina al corredor.

 

-¡Habíase visto! ¿Es que toa’ esta gente viene a beber café o a ver a la dijunta? Ya tengo los pies jinchaos de tanta idera- decía mientras se sentaba en una de las sillas del comedor, ubicado entre la cocina y la celosía que lo separaba del corredor.

-Josefa, ¿dónde están el padre Manolo y mi madre? No los veo entre la gente del corredor.

-Puej, en el cuarto, acompañando a la muerta, ¿a onde iban a estar?

-¿Solos?

-Yo creo que si. Iban a preparar a su dijunta agüela y sacaron a todos y cerraron la puerta. Además, ¿quien quiere a ver a un muerto como lo trajo Dios al mundo? Puej, naidien.

-¡Corre Josefa, vámonos a la cocina! Allí viene mi madre.

 

Las dos corrieron a la cocina e inmediatamente fingieron estar haciendo algo: Josefa lavando las tazas sucias y Eloisa viendo caer la lluvia sobre el estanque del segundo patio interior, parada en la puerta. Hortensia entró de golpe a la cocina, mientras se arreglaba la falda. Venia un poco acelerada y algo colorada.

 

-Josefa, déme un poco de agua por favor, pero no del refrigerador. El agua fría es mala para la salud- dijo con voz entrecortada, mientras se apoyaba en la mesa y llevaba la otra mano a su pecho.

-Si señora, ya mismito. ¿Se siente mal?

-Nada, nada, debe ser todo esto. Esta familia esta marcada por la muerte. No se ha terminado de velar a uno cuando ya hay que empezar con otro. Quiero que empiecen a servir la sopa a los invitados. No quiero que se sienten en el comedor, son muchos y la mesa solo tiene doce puestos. Así que sírvanla en las escudillas blancas de porcelana y llévenselas, igual como con el café. Teresita, vaya echando la sopa en las escudillas y tu Josefa, ve llevándolas a la visita. Eloisa, por favor dile a Pedro que vaya preparando el automóvil, saldremos en un momento al cementerio.

-Si mamá- y salió corriendo saltando en los pozos que se habían formado en el patio. Ya no llovía.

 

Hortensia dio media vuelta y salió de la cocina. Eloisa cruzó el segundo patio hasta la habitación de Pedro, le dejó el recado de su madre y salió corriendo al corral. Allí se trepó al árbol de mango y luego, a través de una rama, al techo de la enramada. Desde allí caminó con sumo cuidado por el borde del muro que separaba el corral de su casa del de los vecinos. Llegó finalmente a una pequeña ventana elevada que pertenecía a la habitación donde estaba su abuela muerta. Su padre había mandado a hacer esa ventanilla como entrada de luz y aire para esa habitación ya que no poseía ventana alguna al corredor. Deslizándose sigilosamente sobre las tejas, se asomó y pudo ver a su abuela en la cama. Parecía que realmente dormía, que en algún momento cualquier ruido la despertaría. Pero no podía ver a su madre ni al padre Manolo. Se acercó más a la ventana, para ver si lograba ver mejor. Divisó algo que se movía en las sombras justo en el rincón en el que hacia un par de horas había estado ella. No distinguía bien que era. Entonces levantó un poco su cuerpo para tratar de conseguir un mejor ángulo. Justo en ese momento, las nubes se retiraron y dejaron escapar los rayos del sol del atardecer. La ventana estaba orientada hacia el oeste, de manera que en las tardes la habitación se iluminaba completamente. De esta manera Eloisa pudo ver quienes estaban en el rincón. Su madre y el padre Manolo se besaban frenéticamente, como queriendo devorarse el uno al otro.

 

En el asombro, Eloisa resbaló en las tejas húmedas y golpeó su frente contra el vidrio de la ventana. Los amantes voltearon inmediatamente ante el ruido y miraron hacia esta. Pero solo lograron ver una sombra que desaparecía velozmente, pues el contraluz no les dejo ver quien o que estaba en la ventana. Eloisa se dejó resbalar rápidamente por las tejas hasta alcanzar el muro. Lo cruzó casi en carrera, con el peligro de resbalar y caer. De allí bajó al techo de la enramada para luego pasar a la rama del árbol. Pero justo antes de alcanzarla, algunas cañas de la techumbre se rompieron y Eloisa cayó.

Fotografia: Google, texto: Haldar F. Savery

 

En proceso creativo...



Esta en proceso de construcción y creación una nueva historia. Se titulará “Eloisa”. Aún no se cuan larga será, pero espero que al final del día de hoy pueda publicar la primera parte. Gracias por su comprensión, estoy trabajando para ustedes.

Foto: Bertram Bahner.