domingo, 9 de noviembre de 2008

Eloisa (parte 1)


Caracas, 1931

El día que murió su abuela paterna, Doña Clotilde de la Caridad Urquijo Aristiguieta del Castillo, llovía a cántaros. El cielo era de un gris violeta que nunca nadie había visto antes. Eran las 2:40 de la tarde del 15 de junio de 1932. Su cuerpo estaba todo vestido de negro: larga falda de plises hasta los tobillos, blusa mangas largas con brocados y botones de nácar y una mantilla sobre su cabeza. Todo aquel conjunto negro contrastaba con el blanco de las sábanas de hilo, las que había guardado toda su vida para este momento tan especial, el blanco de su cabello y el blanco del rosario de marfil en sus manos. La habitación estaba llena de gente, todos vestidos de negro, la mayoría mujeres. Entraban y salían del cuarto. Junto a la cabecera una murmuraba un rezo mientras un rosario verde se deslizaba entre sus dedos, otras hablaban en voz baja, otras gemían silenciosamente. En el rincón, entre la pared y el armario, Eloisa escuchaba todo el teatro fúnebre, y de vez en cuando levantaba la vista para ver como iba todo. Se entretenía dejando las huellas de sus dedos en el brillo de los zapatos de charol, brillantes como cristales. Vestía con una falda negra de plises que le llegaba a media pierna y una blusa de algodón negro y cuello blanco con bordados. Un gran lazo de tafetán negro sostenía su cabello oro tostado. No estaba triste, pues nunca había conocido bien a su abuela. Había llegado a su casa desde el interior del país hacia tres semanas. Estaba muy enferma y había venido a la capital a que la examinaran los mejores médicos del país. La muerte la sorprendió de golpe, sin darle tiempo a que llegara una cura para su mal proveniente del exterior. Era la primera vez que veía un muerto. Le parecía que estaba dormida y que de seguro en algún momento se levantaría, o se había quedado así, quietecita, como las mariposas que había visto en el corral, que se quedan en suspenso en su paso de gusanos a mariposas. Tal vez estaba esperando la cura y cuando esta llegara, se levantaría y podría jugar con ella. Nunca había tenido una abuela, y cuando aparece una, ya viene medio muerta. Unas voces fuera del cuarto la sacaron de sus pensamientos. Se levantó y se asomó a la puerta.

 

-Señora Hortensia, señora Hortensia, ya llegó el padre Manolo- gritaba Josefa, la muchacha que ayudaba a su mamá en los quehaceres de la casa.

-Shhhhh, muchacha, respeta el descanso de los muertos. Ande, vaya a la cocina y le trae café caliente al padre, debe venir mojado y muerto de frío. Mira que morirse con este invierno.

 

Eloisa salió del cuarto y se quedó detrás de una de las columnas del corredor del patio. Desde allí vio al padre Manolo cruzar el anteportón. Era un hombre alto, delgado, de unos cincuenta años, bien parecido y con algunas canas en sus sienes. Venia con su sotana negra de infinitos botones, un paraguas, un rosario y una biblia en la mano. Su madre se acercó para recibirlo. El padre murmuró algo en su oído y ella sonrío disimuladamente. Su madre había enviudado hacia dos años, cuando Eloisa apenas tenia ocho años. Su “papi” y su hermano mayor, Ernesto,  habían sido detenidos por “La Sagrada”, la policía del General Juan Vicente Gómez. Ambos pertenecían a los nuevos movimientos democráticos que se venían formando cada día más en el país, como protesta a las medidas terroristas del dictador Gómez. Su padre había muerto en la cruel cárcel, “La Rotunda”. Algunos de sus compañeros contaban que había sido torturado cruelmente y que a la final murió al ingerir alimentos con vidrio molido. Ernesto corrió con la suerte de quedar libre gracias a las innumerables cartas que tanto su madre como su abuelo, habían estado enviando al mismo Gómez. Al parecer, que al ser su familia una de las mejores y mas pudientes del valle caraqueño, el mismísimo General había dado la orden de que lo liberaran, con la intención de que abandonara el país. De esta manera, Ernesto tuvo que emigrar a Nueva York. Desde entonces solo se habían recibido dos postales en las que decía que estaba bien. Así, que en la casa ahora solo estaban ella, su madre, sus hermanos, los gemelos Mario y Alfonso de quince años quienes estaban internos en el Colegio San Ignacio de los Jesuitas y volvían a casa los fines de semana, Josefa, la muchacha que ayudaba a su madre y a la vez era su aya, la Señora Teresita, una mujer callada que se encargaba de la cocina, el Señor Pedro, el chofer y a veces su abuelo Arcadio, que venia a visitarlos dos veces por semana desde su hacienda a las afueras de Caracas.

 

-Josefa, déle el café al padre, ¿qué espera?

-Si señora, claro señora.

-Y llévese a la niña a la cocina.

-Si señora.

 

Josefa se colocó la bandeja debajo del brazo y con paso veloz agarró a Eloisa de la mano y prácticamente la arrastró con ella. En la carrera  a la cocina pudo echar una última mirada a lo que acontecía en el corredor. Todos entraban como espectros negros al “para qué”, la salita que se había arreglado para colocar a Doña Clotilde. Los últimos en entrar fueron su madre, seguida muy de cerca por el padre Manolo, quien dejaba rozar su mano izquierda en los glúteos de esta. Antes de cerrar la puerta, el padre le sonrío a Eloisa.

 

-Vamos niña, siéntese allí, junto al fogón.

-Hace mucho calor allí, prefiero sentarme cerca del refrigerador.

-¡Esa “frijider” no me gusta nada! Me contó Salustiana, la muchacha que trabaja donde la señora Francisca, que el otro día un aparato de esos explotó y casi la mata. ¡Y eso que estaba disque nuevo!

-Hay Josefa, como te gusta creer en cuentos. Eso no pasa, el refrigerador es el mejor invento. Lo leí en una noticia del periódico. Además, ya ves que no tienes que ir a hacer las compras todos los días.

-Eso es verdad mi niña. Ahora la carne dura más tiempo. ¡Hasta cinco días! Usted tiene razón. Es que estoy nerviosa con eso de la muerta allí en la sala.

-A mi tampoco me gusta- respondió con voz profunda y se quedó pensativa, con la mirada en las llamas que se escapaban del fogón.

 

Al fondo, cerca de una ventana, la Señora Teresita desplumaba una gallina para preparar un sancocho para los invitados del funeral. Estaba como indiferente a la conversación de las muchachas, abstraída en su labor. Era una mujer de unos sesenta y ocho años, gorda, un poco rechoncha, cara redonda y blanca como la luna, de cabello corto canoso, manos gruesas y ásperas y ojos grises. Había estado trabajando para su familia desde que tenía quince años. Su abuela Marta, la difunta esposa de su abuelo Arcadio, se la había traído de los andes en un viaje que hicieron por allá en 1879 para su luna de miel. Teresita era una mujer muy reservada; muy poco se sabia sobre su vida, solo que se la había pasado trabajando para la familia Olmos Urdaneta. Nunca se casó o tuvo un noviazgo. Era excelente cocinera. Sus panes, dulces y tortas eran los mejores. Siempre había algún postre o dulce en casa.

 

El sancocho hervía sobre le fogón, mientras Josefa iba y venia con tazas de café y galletitas inglesas de mantequilla. Josefa había llegado a la casa hacía tres años, cuando el señor Ramiro y el señorito Ernesto fueron apresados por la policía. Don Arcadio se la había enviado a su hija para que la ayudara con los niños. Josefa tenía dieciséis años, era delgada, morena, de grandes y brillantes ojos verde oscuro y cabello crespo lleno de pequeños moños a los que ataba cintas de colores. Prefería andar descalza, pues decía que los zapatos la torturaban. Al principio fue una guerra campal entre ella y la señora Hortensia, pues a esta última le parecía un descaro que atendiera a los invitados estando descalza. Finalmente llegaron al acuerdo de que podía estar descalza en casa pero que cuando fuera a hacer los mandados o a misa debía por lo menos ponerse unas alpargatas. No sabia leer ni escribir, pero últimamente Eloisa se había encargado de irla enseñando, pero era una tarea ardua. Como la misma Josefa decía: “Hay mi niña, ¿pa’ que necesito yo eso? Pa’ eso Diosito me dio una cabeza, pa’ recorda’ to’”. Al menos ya había logrado que aprendiera a escribir su nombre y a medio leer los papelitos con el mandado que le daba su mamá.

 

Entre los hervores y los cafés que iban y venían, Eloisa se había salido de la cocina y caminaba a lo largo de la celosía, viendo como la formas iban distorsionándose y cambiando de color a través de los cristales. Era divertido ver a Josefa cambiar de formas, unas veces gorda otras alta, otras deforme, en su ir y venir de la cocina al corredor.

 

-¡Habíase visto! ¿Es que toa’ esta gente viene a beber café o a ver a la dijunta? Ya tengo los pies jinchaos de tanta idera- decía mientras se sentaba en una de las sillas del comedor, ubicado entre la cocina y la celosía que lo separaba del corredor.

-Josefa, ¿dónde están el padre Manolo y mi madre? No los veo entre la gente del corredor.

-Puej, en el cuarto, acompañando a la muerta, ¿a onde iban a estar?

-¿Solos?

-Yo creo que si. Iban a preparar a su dijunta agüela y sacaron a todos y cerraron la puerta. Además, ¿quien quiere a ver a un muerto como lo trajo Dios al mundo? Puej, naidien.

-¡Corre Josefa, vámonos a la cocina! Allí viene mi madre.

 

Las dos corrieron a la cocina e inmediatamente fingieron estar haciendo algo: Josefa lavando las tazas sucias y Eloisa viendo caer la lluvia sobre el estanque del segundo patio interior, parada en la puerta. Hortensia entró de golpe a la cocina, mientras se arreglaba la falda. Venia un poco acelerada y algo colorada.

 

-Josefa, déme un poco de agua por favor, pero no del refrigerador. El agua fría es mala para la salud- dijo con voz entrecortada, mientras se apoyaba en la mesa y llevaba la otra mano a su pecho.

-Si señora, ya mismito. ¿Se siente mal?

-Nada, nada, debe ser todo esto. Esta familia esta marcada por la muerte. No se ha terminado de velar a uno cuando ya hay que empezar con otro. Quiero que empiecen a servir la sopa a los invitados. No quiero que se sienten en el comedor, son muchos y la mesa solo tiene doce puestos. Así que sírvanla en las escudillas blancas de porcelana y llévenselas, igual como con el café. Teresita, vaya echando la sopa en las escudillas y tu Josefa, ve llevándolas a la visita. Eloisa, por favor dile a Pedro que vaya preparando el automóvil, saldremos en un momento al cementerio.

-Si mamá- y salió corriendo saltando en los pozos que se habían formado en el patio. Ya no llovía.

 

Hortensia dio media vuelta y salió de la cocina. Eloisa cruzó el segundo patio hasta la habitación de Pedro, le dejó el recado de su madre y salió corriendo al corral. Allí se trepó al árbol de mango y luego, a través de una rama, al techo de la enramada. Desde allí caminó con sumo cuidado por el borde del muro que separaba el corral de su casa del de los vecinos. Llegó finalmente a una pequeña ventana elevada que pertenecía a la habitación donde estaba su abuela muerta. Su padre había mandado a hacer esa ventanilla como entrada de luz y aire para esa habitación ya que no poseía ventana alguna al corredor. Deslizándose sigilosamente sobre las tejas, se asomó y pudo ver a su abuela en la cama. Parecía que realmente dormía, que en algún momento cualquier ruido la despertaría. Pero no podía ver a su madre ni al padre Manolo. Se acercó más a la ventana, para ver si lograba ver mejor. Divisó algo que se movía en las sombras justo en el rincón en el que hacia un par de horas había estado ella. No distinguía bien que era. Entonces levantó un poco su cuerpo para tratar de conseguir un mejor ángulo. Justo en ese momento, las nubes se retiraron y dejaron escapar los rayos del sol del atardecer. La ventana estaba orientada hacia el oeste, de manera que en las tardes la habitación se iluminaba completamente. De esta manera Eloisa pudo ver quienes estaban en el rincón. Su madre y el padre Manolo se besaban frenéticamente, como queriendo devorarse el uno al otro.

 

En el asombro, Eloisa resbaló en las tejas húmedas y golpeó su frente contra el vidrio de la ventana. Los amantes voltearon inmediatamente ante el ruido y miraron hacia esta. Pero solo lograron ver una sombra que desaparecía velozmente, pues el contraluz no les dejo ver quien o que estaba en la ventana. Eloisa se dejó resbalar rápidamente por las tejas hasta alcanzar el muro. Lo cruzó casi en carrera, con el peligro de resbalar y caer. De allí bajó al techo de la enramada para luego pasar a la rama del árbol. Pero justo antes de alcanzarla, algunas cañas de la techumbre se rompieron y Eloisa cayó.

Fotografia: Google, texto: Haldar F. Savery

 

6 comentarios:

Edurne dijo...

He empezado, pero no puedo leerlo entero, me toca salir corriendo para el trabajo... seguiré más tarde, pero bueno, he leído a saltitos cosas y me está gustando. Ah, y al empezar ya he sonreído, dos apellidos bien vasco: Urkijo y Aristigieta (así se escriben en grafía vasca)... yo misma tengo familia que emigró a Venezuela en los años de la dictadura, así que sí, vascos y de orígen vasco... montones! Jejejeje!
En fin, que Eloísa promete y yo prometo leer este primer capítulo a lo largo del día!
Besitos!

Hisae dijo...

Pasito a pasito se anda el camino... Leeré tranquilamente tu historia.

Besos.

Lore b dijo...

me encantó!!! quiero más!!!!! no te tardes si?

LUCIA-M dijo...

Vaya, me encanto!! Ya me tiene enganchada, no tarde la siguiente
Por favor!!!!!! Que me quedo sin uñas.
Un beso.
Felicidades!!! también por este nuevo cambio de tu blog.
Me gusta esa mirada…. Vigilando Jeejejejjej

Gus Planet dijo...

Hey Haldar! wow! felicitaciones por el desarrollo de tus historias, veo que estas con esa 'fiebre' de escritura que nos agarra a algunos que nos justa compartir nuestros textos.

Y veo que estas muy entusiasmado con el 'realismo magico latinoamericano', me gusta eso y espero a ti te satisfaga enromemente!

Un abrazo grande desde la fria y lluviosa Paris (pero siempre bella!)

Haldar dijo...

Edurne: Espero que puedas terminar de leerlo. Y me alegra que lo poco has leído te gustara. Si, en Venezuela tenemos muchos apellidos de origen español, claro, con el tiempo su grafía ha ido variando, volviéndose más criollos. Besos!

Mario: Lea, lea, con clama, que tiempo sobra. Besos

Lore B: Vendrá mas! Calma, por favor. Trato de escribir en el tiempo que el trabajo me lo permite. Prometo que esta historia si tendrá fin y no correrá la misma suerte que “El Enmascarado Anónimo”, aunque él me esta esperando allá en Los Andes venezolanos, nos encontraremos en diciembre y así podré terminar su historia). Besitos.

Lucia M: Calma! Calma!. Que bueno que te gusto el “new look” del blog, a veces es necesario hacer cambios. Abrazos.

Gus: Para ser sincero, escribo desde hace mucho tiempo, pero solo hasta ahora experimento lo que se siente que te lean, de saber que opinan los demás sobre tus palabras. Como latino que soy, es imposible escaparse de ese “realismo mágico” que nos envuelve a todos de una u otra manera, en esta “America” encantadora. Un abrazo fuerte!