martes, 13 de mayo de 2008

EL ENMASCARADO ANÓNIMO (V)

Me senté recostado de un gran árbol y me puse a ver el cielo. Ya las primeras estrellas estaban apareciendo. Tomás recogía algunas ramas para hacer una fogata. Hacia algo de frío, tenia hambre y sueño. Tomas se acercó al montoncito de ramas secas e hizo que ardieran en fuego con solo pasar su mano derecha sobre ellas. Otra de las maravillas que aquel lugar le permitía hacer, además de volar.

-¿Tiene hambre? – me preguntó a la vez que me alcanzaba unos hongos violeta que había recogido entre los arbustos.
-Si tengo, pero no creerás que voy a comerme eso. Deben ser venenosos, prefiero comerme las arepas – y metí mi mano en el bolsillo.
-No son venenosos, confíe en mí. Además esas arepas son para los duendes. Déjelas allí, cerca del fuego.
-Bueno – dije de mala gana y agarré un puñado de hongos y me los metí en la boca. Tenían un sabor extraño. Deje las arepas sobre una roca cerca del fuego y volví a sentarme.

Mientras masticaba aquellos hongos gomosos, empecé a caer como en un letargo, sentía que mi cuerpo no pesaba nada y que cada vez mas el bosque se hacia más grande y las estrellas en el cielo más lejanas. De repente estaba caminando sobre un lago oscuro, era como un cristal donde se reflejaban las estrellas. En el centro del lago había una puerta de madera con una cinta roja clavada en el centro y de la cual pendía un cascabel dorado, como esos de los de navidad. Caminé hasta ella y por más que quería darle la vuelta para ver el otro lado, siempre el otro lado era el lado del cascabel. Así que tome la cinta e hice sonar el cascabel tres veces. La puerta se abrió. Di unos pasos más allá del marco y me encontré en un inmenso salón circular con pisos de madera y una cúpula de vidrio por donde se podía ver el cielo azul. Las paredes estaban totalmente cubiertas con una biblioteca atestada de libros. Había muchos libros. En el centro se encontraba un agujero y dentro una escalera que bajaba en espiral hasta perderse en la oscuridad. Cuando me disponía a bajar, mi atención fue capturada por uno de los libros en la biblioteca. Lo tomé y lo abrí a la mitad. Una hermosa ilustración mostraba un claro de un bosque y a un chico sentado bajo un gran árbol frente a una fogata. El chico tenía alas, como las de las libélulas, y en su mano derecha sostenía un cubo dorado. Cuando me disponía a pasar la página una voz lejana me sacó de la habitación.

-Despiértese, despiértese. Ya están aquí – decía Tomás a la vez que me movía por el hombro.
-¿Quienes? – dije aun medio dormido.

Abrí completamente los ojos y me puse de pie. Ahora el bosque que nos rodeaba tenía dimensiones gigantescas y los arbustos parecían árboles. La fogata era una gran pira de fuego y las hojas secas eran del tamaño de un auto pequeño. Las arepas sobre la roca eran tan grandes que hubiesen podido alimentar a un batallón. Nos habíamos encogido, tendríamos unos veinte centímetros de alto. Podía también escuchar todos los sonidos del bosque, hasta el más mínimo. Mi ropa era del color del otoño. Entre los árboles, los anteriores arbustos, pude escuchar unas voces que murmuraban algo y pude ver unos ojos que me observaban. Se reían, hablaban en un lenguaje que no entendía. Comencé a escuchar una música lejana que se iba mezclando entre las hojas, las ramas, las rocas, el aire. Tenia miedo, eso de ser tan pequeño te hace sentir vulnerable. Pensaba que podría venir una hormiga gigante y comernos, así como en las pelis de la tele, o aun peor, morir ahogados con una gota de lluvia. Así que caminé hacia Tomás y me coloque detrás de él.

-No tenga miedo, son nuestros amigos, los Vayudines
-¿Los duendes? –pregunté.
-Si, esos mismos. Pero ellos son los…
-Si, los Vayudines -interrumpí.
-Venga que se los presento.

Caminamos hacia el borde del claro, hacia donde estaban las miradas y las risas. Siempre me mantuve en la retaguardia, porque a pesar de todo seguía teniendo miedo, a pesar de ser el enmascarado anónimo tenía miedo. Era un miedo extraño, no era como aquel que sentí cuando me caí con los patines por las escaleras, o cuando mi mama se enfermo gravemente y estuvo varios días en el hospital, ni siquiera el que se siente cuando ves alguna película de terror. Este era diferente, era un miedo a saber posible lo imposible, a enfrentarte cara a cara con tus sueños, en darte cuenta que los cuentos y las historias si son reales. Era un miedo a que la magia realmente existiera. A medida que nos acercamos Tomás levantó su brazo derecho y dijo algo en ese lenguaje que no entendía. Inmediatamente las risas y las palabras adquirieron forma. Eran los Vayudines.

3 comentarios:

Diego Flannery dijo...

Que cuadro hermoso Haldar, cuando los sueños cobran cuerpo y los cuerpos bailan al son de las risas y la magia es un encuentro "natural" con los cuerpos de luz y energía.

Monchis dijo...

Hola Haldar,

La fantasía es algo que perdemos cuando nos hacemos grandes....

Esa capacidad de soñar intacta que mantienes es uno de tus grandes atractivos.

Saludos,

Édgard Fuentes dijo...

amigo otra de tus espectaculares creaciones!